sábado, 27 de marzo de 2010

DEVASTATION. Capitulo 2. - Segunda parte

Por Josue Fajardo Hermogenes

CAPITULO 2
Estado de sitio.

Parte 2

La puerta de cristal de la entrada del edificio estaba hecha añicos. Al entrar las paredes estaban llenas de salpicaduras de sangre y marcas de manos ensangrentadas, y en el suelo había un reguero de sangre que iba desde el mostrador de recepción hasta los ascensores. A juzgar por aquella espantosa estampa algo horrible había tenido lugar allí.

Me dirigí a los ascensores pero al apretar el botón no obtuve ninguna respuesta. No había corriente eléctrica en los ascensores por lo que tuve que subir por las escaleras los seis pisos que había hasta la planta donde trabajaba mi hermana. La adrenalina me ayudaba a que los calambres resultaran más llevaderos y que apenas me percatara de que los sufría. Sin embargo, no surtía efecto alguno en mis pulmones, que al llegar a la sexta planta me ardían en el pecho como si se cocieran desde dentro en brasas candentes.

La puerta que conducía a las oficinas estaba entreabierta y tenía manchas de sangre, algunas de ellas con formas palmares. Abrí cautelosamente la puerta pistola en mano para acceder a la zona de trabajo. Todo estaba en absoluta tranquilidad, no había presencia de infectados ni de otras personas. Un silencio sepulcral inundaba la planta, interrumpido ocasionalmente por sirenas y sonidos amortiguados de disparos lejanos. El suelo estaba cubierto de papeles multicolores y demás material de oficina esparcido por todos los pasillos. Los rastros de sangre continuaban por paredes, suelo y las puertas cerradas del ascensor al otro lado de la sala.

Me dirigía hacia la mesa de mi hermana, caminando entre los diminutos cubículos de trabajo cuando escuché algo al fondo, detrás de mí. Era un leve ruido al otro lado de la planta, procedente del interior de un despacho. Creí que habría alguien dentro e instintivamente grité el nombre de mi hermana:

- ¡Alex! ¡¿Alex eres tú?!- exclamé, deseando con todas mis fuerzas que fuera ella.

Al escuchar mi voz lo que estuviera dentro del despacho empezó a golpear con violencia la puerta, que apenas consiguió contenerlo unos segundos, hasta que la endeble cerradura cedió y la puerta se abrió con el crujido de las bisagras al romperse. Del interior salió disparado un tipo que al verme cargó hacia mí a toda velocidad. Era un hombre alto y delgado, con el pelo moreno engominado y vestido con un sofisticado traje de color gris brillante. Su cara estaba desencajada en un gesto indescriptible de furia y ansia irrefrenable, la cual irradiaba a través de sus ojos inyectados en sangre. Su boca abierta y ensangrentada mostraba su letal dentadura lista para despedazarme sin un ápice de remordimiento.

Permanecí allí estático con la pistola en la mano pensando que hacer mientras aquella bestia con forma humana cargaba contra mí. No dejaba de repetir en mi cabeza lo estúpido que era por andar gritando sin asegurarme de quien o qué quedaba aún en el edificio. Di unos pasos hacia atrás y levanté la mano pidiéndole que se detuviera:

- ¡Señor… por favor… deténgase! - le pedí mientras cargaba contra mí.

Aquel hombre siguió corriendo hacia mí sin dar la mínima señal de poder comprenderme. Entonces le apunté temblorosamente con la pistola y, entornando los ojos, apreté el gatillo. Le disparé dos veces, acertándole en el esternón y debajo de la clavícula izquierda. El tipo se desplomó de bruces en el suelo enmoquetado delante de mi. Miraba a aquel hombre tirado boca abajo en el suelo con los dos agujeros de las balas en su caro y hortera traje sin poder evitar pensar si realmente estaría infectado o si simplemente querría que le ayudase. Comenzaba a convencerme de que había matado fríamente a una persona inocente cuando aquel tipo abrió los ojos y empezó a moverse:

-¡Joder! ¡¿Cómo puede ser?! ¡Pero si le he disparado dos veces!- exclamé incrédulo. Di unos pasos hacia atrás para no caerme de culo de la impresión.

Aún con los dos balazos en el cuerpo aquel individuo seguía intentando incorporarse para darme caza. Se arrastraba por el suelo, rezumando un fluido oscuro por los orificios de bala. Del interior de su garganta borboteaba una secreción negruzca y burbujeante debido a la cuál producía un espeluznante grito ahogado. Espantado e incapaz de asimilar la grotesca realidad que se arrastraba por el suelo hacia mí, levanté la pistola y, apuntándole a la cabeza, abrí fuego. La bala le penetró por la frente y le atravesó por completo el cráneo. Un chorro de oscura sangre semicoagulada, bombeada irregularmente desde el interior de la cabeza, le mano del orificio abierto por el proyectil al salir por la parte trasera del cráneo. Aquel disparo en la cabeza consiguió que el tipo permaneciera, definitivamente, inmóvil en el suelo. Entonces me cercioré de que el ruido de los disparos no había atraído a mas infectados y continué buscando pistas del paradero de Alex.

En el cubículo de mi hermana todo estaba como lo había dejado antes de tener que huir: una foto de nosotros dos de niños con mama y papa en unas vacaciones de verano que fuimos al Gran Cañón en una visita a la tía MaryLou (hermana de mi madre) que vive en Arizona en el condado de Mohave; una taza medio vacía de café de Aerosmith ya completamente frío y un pequeño peluche de Garfield que había ganado para ella hacia tiempo en una feria (solo había sido capaz de acertar una vez en el tiro al blanco de las cinco necesarias para optar al premio, por lo que creo que el feriante me dio el peluche mas por compasión que por otra cosa).

La pantalla del ordenador había dado paso hacia tiempo a un salvapantallas animado de un fondo submarino de vivos colores. No conseguía encontrar ninguna pista de donde podría haber ido mi hermana. Ojeaba los papeles que había sobre la mesa cuando por accidente volqué la taza de café, que derramó su contenido sobre el teclado del ordenador y los papeles repartidos por toda la mesa. Mientras me apresuraba a salvar los documentos del frío café me di cuenta de que el salvapantallas se había desactivado al mover sin darme cuenta el ratón. Allí estaba. Un mensaje escrito de mi hermana:

Charlie voy a casa. Vuelve cuanto antes y ten cuidado por favor. Te quiero.

Alex.

Lo habría escrito cuando se hizo evidente la necesidad de huir de allí. Seguramente habría estado intentando ponerse en contacto conmigo de todas las maneras posibles y al serle imposible, decidiría ir al sitio que le parecía más seguro en esos momentos: la casa de nuestros padres. Dio por sentado que al igual que ella yo intentaría ponerme en contacto con ella y que al no conseguirlo, iría a buscarla de inmediato para ponerla a salvo. En tal caso lo único que podía hacer era mostrarme cuales eran sus planes y esperar conocerme lo suficiente como para que los descubriese, algo que acababa de confirmar.

Abandoné las oficinas y comencé a bajar las escaleras a toda prisa. De repente unos infectados irrumpieron en las escaleras unos pisos mas abajo. Alertados de mi presencia empezaron a subir atropelladamente las escaleras. Gritaban y jadeaban mientras yo luchaba con los atrofiados músculos de mis piernas para subir las escaleras y escapar de aquellos animales rabiosos que me pisaban los talones cada vez más. Entonces una voz femenina, procedente de los pisos superiores, me gritó:

- ¡Aquí! ¡Aquí, sube! ¡Rápido!- me exclamó una chica pelirroja tres pisos más arriba.

Hice un último esfuerzo y exprimí la poca energía que me quedaba en un desesperado sprint final. Al llegar, me colé por el estrecho hueco de la puerta entre abierta antes de que la cerraran rápidamente tras de mí. Varias personas empezaron a colocar contra la puerta mesas, sillas y demás mobiliario de las oficinas para bloquearla. Los infectados aporreaban la puerta, que se estremecía con cada impacto mientras nos apoyábamos contra ella para sujetarla, temerosos de que no soportara las fuertes embestidas.

Tras cinco minutos interminables los infectados cesaron en su intento por entrar y el silencio se hizo al otro lado de la puerta. Preocupado por si pudiesen entrar desde otro punto, le pregunté a los tipos que estaban sujetando la puerta junto a mí:

-¿No podrán entrar por otro sitio?- dije aún apoyado contra la puerta.
- No, sólo hay esta puerta y los ascensores, y los hemos inutilizado.- dijo un tipo alto y corpulento a mi lado.

Una vez la adrenalina volvió a unos límites razonables y nos pudimos permitir relajarnos, me giré hacia las personas que se habían dispuesto entorno a la puerta:

- Hola soy Charlie- me atreví a romper el hielo.
- Yo soy Ben- me dio la mano con firmeza, empujando a una chica al hacerlo. Un tipo alto y con gafas de unos veintiocho años. Una incipiente calvicie empezaba asomar por su coronilla y la parte alta de la cabeza. Era quien me había aclarado lo de los ascensores cuando estábamos apoyados contra la puerta.
- Yo soy Rosemary – una chica bajita y pecosa con una rojiza melena ondulada que me ofreció la mano con cierta timidez. Era la chica a la que Ben había empujado al tenderme la mano.
- Robert, pero puedes llamarme Robbie- dijo un tipo bajo y corpulento, tendiéndome la mano. Con el pelo corto y ligeramente engominado, llevaba una camiseta de manga corta a cuadros y una corbata marrón que descansaba sobre una abultada barriga. Inspiraba confianza y humildad, a diferencia de Ben que desprendía prepotencia y petulancia por cada poro de su grasienta piel.
- Ella es Stacie- me señalo Rosemary, refiriéndose a una chica rubia sentada sobre una mesa apartada del grupo. Con un elaborado maquillaje y una manicura impecable, mascaba un chicle con desgana. En lugar de tenderme la mano me regaló un leve saludo con la mano, acompañado de una pompa de chicle fucsia.

Se respiraba un sentimiento de incertidumbre y resignación en el grupo, que estaba disperso por toda la sala. Los miraba como permanecían sentados, inactivos sin que hacer nada para salir y escapar de todo aquello. No comprendía que se limitasen a esperar. ¿Pero esperar a qué? ¿A que empeorase la situación aún más? ¿A que los infectados lograsen por fin derribar la puerta? Era ridículo. Debía salir de allí y reunirme cuanto antes con mi hermana:

- Bueno, ¿y cuál es el plan?- pregunté esperando encender alguna chispa de animo en ellos.

Todos se miraron entre sí en silencio, esperando a que alguno diera la mala noticia:

- El plan es quedarnos aquí y esperar a que esta locura acabe. No serán más que unos hippies puestos de LSD y anfetaminas manifestándose para salvar la selva amazónica o unos estupidos demócratas idealistas exigiendo otra vez una reforma de la sanidad, o quizás una mezcla de ambos - dijo Ben imponiendo su pensamiento sobre el grupo.
- ¿Que? ¿Pero de que demonios estas hablando? ¿Dónde has estado las últimas siete horas? ¿A caso le has echado un vistazo a la televisión? ¿A caso has mirado por la ventana el caos que hay en las calles?- dije estupefacto por lo estupidamente ajeno que permanecía a todo el horror que se vivía en esos momentos en la ciudad.
- Bah…, yo ya se lo que esta pasando. Esto ya se vio en los disturbios de Los Ángeles de 1992. Entonces la gente acabó comprendiendo a base de disparos y botellazos que lo mejor era atrincherarte con un bate en donde te encontraras y esperar a que la policía controlara la situación. Y eso es lo que vamos a hacer: permaneceremos aquí, a salvo, hasta que las fuerzas de seguridad les den una patada en el culo a esos yonquis anarquistas y los metan a todos en la puta cárcel de por vida- decía una vez mas imponiendo su voluntad sobre los demás como un dictador en su propio reino sometido que era la planta en la que nos encontrábamos, y Stacie, Robbie y Rosemary sus súbditos.
- ¡¿Qué!? ¡Esto no tiene nada que ver con los disturbios de Los Ángeles Ben, esto es mucho más serio! ¡Esas personas no están drogadas, esas personas han sido infectadas por algo y están matando a todo el mundo sin contemplaciones! ¡Debemos salir de aquí ya, debemos ir a un lugar seguro!- le gritaba exasperado, intentando hacerle entrar en razón.
- ¿Salir? ¿Salir ahí afuera? Ni hablar. Esperaré a que la policía lo solucione y entonces podremos salir.- dijo Stacie sin dejar de examinar su manicura en busca de alguna imperfección.
- No pueden arreglarlo. Esto solo puede ir a peor. Está yendo a peor.- le dije sin creer su ingenuidad casi infantil respecto a lo que estaba ocurriendo.
- ¿Y que podemos hacer…?- se atrevió a preguntar Rosemary con una voz casi inaudible.
- Debemos salir de aquí, debemos irnos de la ciudad. Conozco a una gente que tiene una casa a las afueras, allí estaremos a salvo- les dije esperando que entraran en razón.

Se quedaron en silencio mirándose nuevamente entre sí. Ben los fulminaba a cada uno con una mirada con la que parecía pretender subyugarlos a todos bajo su voluntad:


- Me parece buena idea. - dijo Robbie, que había permanecido en silencio hasta entonces.- Es mejor que quedarse aquí a esperar.
- Y a mi…- le siguió tímidamente Rosemary...

Ben se quedó mirándolos sin creer que se atrevieran a cuestionar su decisión. Stacie y el seguían siendo reacios a irse, seguían teniendo la ingenua esperanza de que los acabarían rescatando.

- Es lo mejor que podemos hacer, aquí no nos podemos quedar. Tarde o temprano acabaran entrando- les dije señalando con la mirada la maltrecha puerta bloqueada con sillas y mesas, que empezaba a mostrar alguna que otra grieta.
- ¿Y cómo tienes pensado hacerlo mmm… Charlie? Los ascensores están fuera de juego y los yonquis esos nos esperan tras esa puerta.- preguntó Ben con cierta condescendencia, aunque al menos empezaba a mostrar cierto interés por la idea de salir de allí.
- ¿Los ascensores están definitivamente inutilizados?- pregunté.
- Pues claro. Yo mismo me los cargué.- se apresuró a contestar Ben con orgullo.
- Puede que no. Tal vez podría hacerlos funcionar de nuevo.- aclaró Robbie, frotándose la perilla en gesto pensativo.

Robbie y yo fuimos hasta el panel eléctrico que se encontraba en un pequeño cuarto al lado del ascensor. Ben no se había molestado en buscar los cables concretos y desconectarlos, sino que los había arrancado de cuajo indiscriminadamente. Rowie encendió la pequeña linterna, y sujetándola con los dientes, empezó a rehacer las conexiones. Después de un rato, y alguna que otra pequeña descarga, Robbie consiguió restablecer el suministro eléctrico en la planta y el ascensor.

Para nuestro desconcierto, a medida que el ascensor se aproximaba a nuestra planta se podía escuchar un leve gemido en su interior. Ben, Robbie y yo aguardamos delante de las puertas del ascensor preparados para lo que estuviera dentro. Ben portaba un palo de golf, yo empuñaba mi pistola de nueve milímetros y Robbie lo que parecía un trofeo transparente de metacrilato con forma piramidal en el que se leía en letras grabadas: “Al mejor manager comercial Aston Murray 2000”.

Cuando el ascensor llegó a nuestra planta, las puertas se abrieron con un pitido. En el interior yacía una mujer sentada en el suelo, apoyada contra una de las paredes del ascensor. Parecía estar muerta o eso habría sido lo normal ya que le sobresalían los intestinos del abdomen y la pierna izquierda la tenía completamente fracturada a la altura de la espinilla. Sin embargo, al reparar en nosotros pareció reanimarse y empezó a arrastrarse ansiosamente hacia nosotros con sus ojos vidriosos clavados en nosotros. Tambaleante, semejante a una persona ebria, se apoyo en el umbral de las puertas del ascensor y a duras penas logró ponerse en pie. Iba hacia nosotros arrastrando la pierna rota por la que asomaban los huesos a través de los músculos desgarrados y la piel:

- ¡Es Stephanie!- exclamó incrédula Rosemary al reconocer a la mujer.
- ¿Quién?- pregunté sin quitarle los ojos de encima.
- Es… la recepcionista – murmuró Robbie con el pesado trofeo en las manos.

Enseguida caí en la cuenta: el reguero de sangre que había visto en la recepción pertenecía a esa mujer. Tal vez la habrían atacado y, tras conseguir huir, se refugiaría en el ascensor hasta sucumbir finalmente a la infección.

Todos permanecían atónitos a una distancia prudencial, viendo como aquella mujer, aun con las vísceras colgando del abdomen, seguía caminando con relativa normalidad. Tuve la impresión de que era la primera vez que tenían un contacto tan cercano con la infección y veían de ese modo lo que ello significaba:

- ¡¿Pero que coño?! ¡¿Qué es eso?! ¡¿Como puede seguir andando con las tripas colgando joder; pero si tiene la pierna destrozada, es que no le duele?! ¡Joder!- grito Ben aterrorizado mientras mantenía el palo de golf delante de el a modo de espada, el cual se movía temblorosamente a medida que se acercaba la mujer a nosotros.
- Esto es lo que te estaba intentando explicar. ¿Qué Ben, crees que ira puesta de LSD?- le pregunté con sorna, aprovechándome de su estado de “cagaditis aguda”.

La mujer pareció decantarse por Ben, que al verse acorralado contra el dispensador de agua la golpeo con fuerza en el lado izquierdo de la cabeza. La recepcionista perdió el equilibrio sin remedio al no contar con más apoyo que su única pierna “sana” y cayo sobre una mesa cercana. Antes de que le diera tiempo a reaccionar la mujer se abalanzó sobre Ben y le mordió en el cuello. Ben consiguió quitársela de encima, y mientras le sujetaba los brazos para evitar las mortíferas dentelladas que lanzaba a escasos centímetros de su cara, Robbie aprovechó para acercársele por detrás y hundirle el pesado trofeo piramidal de metacrilato en el cráneo. La mujer se desplomó como si se tratara de una marioneta a la que le cortaran todos los hilos que la mantienen erguida de golpe:

- ¿Estas bien?- le pregunto Robbie a Ben, con el cadáver de la mujer desmoronado de cualquier forma a sus pies.
- Si… Estoy bien, es superficial.- respondió Ben con la mano sobre la marca de la dentadura que le había dejado en el cuello la recepcionista.

Comenzamos a entrar en el cubículo del ascensor, evitando con una mezcla de miedo y repulsión el cadáver de la recepcionista. Ben y Stacie abandonaron por fin su estupida idea de permanecer allí esperando y acabaron uniéndose con nosotros dentro del ascensor. Cuando todos hubieron entrado, Robbie apretó el botón de la planta cero y el ascensor empezó a descender con una leve sacudida inicial. Al llegar a la recepción nos preparamos para la posibilidad de que estuviera tomada por los infectados. Ben, Robbie y yo nos colocamos junto a la puerta en guardia, preparados para lo peor. Sin embargo, cuando las puertas se abrieron las puertas nos encontramos con una recepción completamente desierta. Entonces salimos con cautela del ascensor y sin más rodeos, nos preparamos para abandonar el edificio. Nos aseguramos de que la calle estaba despejada y era seguro salir, y entonces emprendimos nuestra marcha uno detrás del otro, corriendo pegados a la pared del edificio.

Las calles de la ciudad estaban extrañamente desiertas, los sonidos de disparos se escuchaban a lo lejos y no había rastro de infectados. No obstante, si lo había de su paso. Los cadáveres mutilados de los civiles y soldados que no llegaron a convertirse en rabiosos infectados, yacían descomponiéndose en las calles desoladas. Además serían alrededor de las tres de la tarde y los cerca de treinta grados que habrían contribuían a que los cuerpos comenzaran a desprender un hedor casi insoportable.

Fuimos en busca de algún vehículo con el que poder abandonar la ciudad con rapidez.
La verdad es que no nos llevo mucho tiempo encontrar uno, las calles estaban atestadas de ellos. Encontramos una Cadillac Luxury gris metalizado intacto con las llaves aun en el contacto, abandonado junto a una oficina de turismo que ofertaba excursiones a Sant Louis y visitar el Gateway Arch a orillas del Missisipi. Estaba detenido frente a un enorme embotellamiento que ocupaba todo el ancho de la calle. Un camión de bomberos había volcado en medio de la calzada, taponando la circulación en ambos sentidos. La escalera estaba desplegada y al caer había cortado la fachada de un edificio, dejando una larga cicatriz en los grandes ventanales de cristal.

Condujimos dirección sur con la idea de dar con alguna carretera secundaria por la que llegar hasta casa de Bob y de ese modo evitar las colapsadas autopistas y demás vías principales. Pero cuando llegamos a los límites del área metropolitana nos topamos con la barrera que el ejército había dispuesto alrededor de la ciudad para retener la invasión. Frente a ella una montaña pestilente de cadáveres de más de dos metros de altura se extendía a lo largo de toda la alambrada. Hombres, mujeres y niños infectados yacían apilados uno encima de otro, cosidos a balazos. De la presencia militar no quedaba ni rastro, salvo algunos cuerpos desmembrados irreconocibles con uniformes militares hechos jirones. Era jodidamente evidente que habían fracasado conteniendo la infección.

Detuvimos el coche frente aquella montaña pestilente para buscar algún punto por el que atravesarla. Inspeccionábamos los alrededores y posibles vías de acceso a través de la barrera cuando Stacie empezó a gritar desde el coche:

- ¡Aaaaahh! ¡Esas cosas, vienen hacia aquí!- gritaba histérica desde el asiento trasero del coche.

Cientos o quizás miles de infectados corrían hacia nosotros desde el otro extremo de la calle a toda velocidad. No había tiempo para planear una elaborada estrategia de escape, así que nos subimos a toda prisa en el coche y dimos marcha atrás dispuestos a atravesar aquella barricada de cuerpos humanos como fuera. Pise al máximo el pedal del acelerador y el coche salio disparado con el chirrido de las ruedas humeantes al derrapar en el asfalto. Nos sujetamos con firmeza a lo que pudimos antes alcanzar violentamente aquella montaña blanda de carne a noventa kilómetros por hora. El coche, con la tracción a las cuatro ruedas actuando sobre torsos, extremidades y rostros, rodó sobre los cuerpos apilados como si de una rampa putrefacta se tratara, volando por los aires a más de siete metros de distancia. Una sensación de vértigo nos encogió el estómago al sobrevolar la barrera de alambre de espino.

Aterrizamos pesadamente en la carretera al otro lado de la alambrada. El coche toco suelo primero con la parte delantera, que se doblo y retorció con la facilidad del metal más maleable. Los amortiguadores alcanzaron su límite de compresión, los bajos del coche se estamparon contra el asfalto y los neumáticos se oprimieron contra la carrocería. El neumático trasero izquierdo no soport´´o la presión y estallo con el estruendo de un potente petardo. Aun así seguí exprimiendo el acelerador al máximo, no podía permitirme detener el coche hasta que hubiésemos escapado de la ciudad. Mientras nos alejábamos del centro de la ciudad con la yanta trasera desnuda, expulsando un chorreo de chispas a nuestro paso, miraba por el espejo retrovisor como los infectados escalaban la montaña de cadáveres y traspasaban el alambre de espino sin dificultad, ya no quedaba ninguna fuerza militar que opusiera resistencia ante la invasión. Aquella horrible imagen me dejo entrever que desde ese momento no dejaríamos de huir, aquellos infectados nos perseguirían allá donde fuéramos.

miércoles, 3 de marzo de 2010

DEVASTATION. Capitulo 2. - Primera parte

Por Josue Fajardo Hermogenes

CAPITULO 2
Estado de sitio.

Parte 1

Conduje por una carretera secundaria camino de la autopista sin dejar de pisar el acelerador al máximo. La carretera se extendía dieciséis kilómetros entre frondosos bosques y terrenos de cultivos pertenecientes a las granjas familiares repartidas por todo el condado. Me sorprendió la tranquilidad que se respiraba, el sol brillaba en el cielo despejado y la larga carretera que se extendía frente a mí se encontraba desierta como de costumbre. Por un momento olvidé todo lo que estaba pasando; olvidé la horrible situación en la que se encontraba la ciudad. Las terribles imágenes de caos y sangre que llevaban martilleando mi cabeza toda la mañana se disolvieron en una sensación de serenidad casi adormecedora. Todo volvía a la normalidad, a su cauce de calma absoluta. Sin embargo, una perturbadora visión me devolvería a la cruda realidad de la que me había conseguido evadir por unos minutos: al pasar junto a la casa de los Stevenson vi como estos cargaban su coche a toda prisa con todo tipo de cosas mientras sus hijos lloraban asustados por lo que estaba pasando. Aquello me devolvió al estado de preocupación y angustia que había logrado olvidar por unos minutos. Miraba por el espejo retrovisor a los desesperados Stevenson en la distancia sin poder evitar pensar en los Mcknight y, sobre todo, en mi hermana. En esos momentos mi prioridad era encontrarla y ponerla a salvo. En los siguientes kilómetros las situaciones como la de los Stevenson se repetirían en cada casa que dejara atrás: familias que abarrotaban sus coches y caravanas de provisiones antes de irse, muchos de ellos sin cerrar siquiera las puertas de sus casas.

Cerca de la entrada a la autopista las carreteras ya no estaban tan despejadas como kilómetros atrás. La gente atestaba las carreteras en sus vehículos, ignorando la advertencia que se estaba dado por la televisión y la radio de evitar en lo posible utilizar el coche para mantener las principales vías de acceso despejadas. Me descubrí pensando en lo irresponsable y temeraria que era toda aquella gente, cargando sus coches hasta los topes y arrastrando muchos de ellos tambaleantes remolques cargados en exceso, amenazantes de volcar y provocar un accidente en cadena que taponaría la carretera sin remedio. Entonces caí en la cuenta de que yo era uno de ellos. De que al igual que aquellas personas yo también había abandonado mi casa, haciendo caso omiso de las advertencias, y había huido en mi coche para poner a salvo a mi familia. La diferencia era que mi única familia era mi hermana Alex, y aún debería ir hasta el mismísimo epicentro de todo aquel caos para ponerla a salvo.

En la carretera muchos llevaban remolques abarrotados, lanchas e incluso remolques de caballos. A medida que me acercaba a la autopista la densidad de coches aumentaba, haciéndose más lenta la marcha kilómetro a kilómetro. Hasta que a menos de uno de la entrada a la autopista el flujo de automóviles se detuvo por completo. Esperé unos diez minutos dentro mi coche moviendo nerviosamente el pie sobre el pedal del acelerador, aguardando el momento en el que se reanudara la circulación. Sin embargo, los coches no se movieron un solo centímetro. Decidí salir del coche y acercarme andando hasta la entrada de la autopista para ver cuál era el motivo del atasco. Cuando llegué vi que la autopista estaba completamente atestada de vehículos de todas las clases y tamaños, los cuáles obstruían hasta el último metro de calzada. La gente estaba abandonando sus vehículos y continuando a pie por los estrechos huecos que quedaban entre los coches detenidos. Cargaban con las cosas que podían llevar a cuestas, lo que no quiere decir siempre fuera lo imprescindible. No tardé en deducir que la circulación llevaba bastante tiempo estancada y que, por desgracia, no se volvería a reanudar.
Volví corriendo a mi coche y cogí de debajo de mi asiento la bolsa que contenía la pistola y los dos cargadores. Saqué la pistola y me la puse en la parte trasera del pantalón, tapándola con la camisa. Luego saqué los dos cargadores que me había dado Bob y me los metí en los bolsillos. Empecé a correr por la autopista en sentido contrario al de la gente. A diferencia de los cuatro carriles que salían de la ciudad, que estaban saturados de vehículos detenidos, los otros cuatro carriles con dirección a la ciudad permanecían relativamente desiertos. Excepto por los puntuales convoyes militares que se dirigían a la ciudad, permanecía libre de tráfico.
Salté el guarda carril que separaba los dos sentidos de circulación y seguí corriendo en dirección Kansas City. Sin embargo, al ser casi atropellado por un camión que transportaba militares decidí salir de la autopista y continuar siguiéndola por el lado exterior. De ese modo podría correr sin temer ser arrollado por los vehículos militares que iban hacia la ciudad a toda velocidad.
Continué siguiendo la autopista hasta que llegué al perímetro de la zona central de la ciudad. Instintivamente me agaché al ver que habían instalado un puesto militar fuertemente armado en los límites del centro de la ciudad. Estaban restringiendo la entrada únicamente a las fuerzas militares, por lo que me vi obligado a desviarme hacia el este y dar un rodeo en busca de algún otro lugar por el que acceder a la ciudad.
Avancé por los parques de las periferias, buscando algún resquicio en el fuerte control militar. Corrí furtivamente por las orillas del Blue River que atraviesa la ciudad de noreste a suroeste, intentando no ser detectado por los helicópteros que sobrevolaban la zona ni por los “humbees” que inspeccionaban los alrededores. A lo largo de todo el perímetro de la zona administrativa de la ciudad estaban estableciendo puestos de control fuertemente armados, conectados entre sí por enormes barreras de alambre de espino reforzadas. Si no fuera poco, desde los helicópteros “Little Bird” se estaban desplegando francotiradores y apostándose en las azoteas de los altos edificios que rodeaban la zona centro de la ciudad. Por fin encontré una posible vía de acceso al centro de la ciudad. Había un conducto que supuse que pertenecería al sistema de alcantarillado de la ciudad y que desembocaba cerca del Blue River. No estaba seguro de que fuera buena idea adentrarme en aquel mugriento cilindro de hormigón. No tenía ni idea de como me iba a orientar allí dentro ni de si tendría siquiera espacio para moverme. No obstante, cuando quise darme cuenta ya estaba gateando por aquel conducto hacia la oscuridad, la cuál me engulló por completo a medida que avanzaba hacia interior. Descubriría más tarde que todos aquellos militares tenían mayores preocupaciones que la de evitar que un ciudadano desobediente se colase en la zona de guerra en la que se había convertido el centro de la ciudad de Kansas City. Comprendí que no estaban evitando que entrara nadie en la ciudad, sino que saliera…


Avancé entre aguas residuales y cucarachas mientras los ojos se me acostumbraban a la oscuridad casi total hasta que la estrecha abertura dio paso a un sistema laberíntico de galerías abovedadas. Ya me encontraba bajo la ciudad. El sonido de los disparos y los gritos desgarradores de las personas atrapadas retumbaban en las pestilentes paredes del subsuelo. Intenté guiarme en aquel infierno de pasillos y conductos en los que el omnipresente olor a desechos humanos viciaba el aire y hacía insoportable el simple hecho de respirar. Para ello ascendía periódicamente a la superficie. Levantaba levemente las tapas del alcantarillado hasta que apenas quedaba una franja brillante de luz. Sin embargo, el alivio de poder respirar aire fresco se veía ahogado por las imágenes de la gente corriendo por las calles como si el mismísimo Diablo las persiguiera. Aunque no era el Diablo quien las perseguía, sino ingentes hordas de rabiosos infectados. Y cuando las alcanzaban no demostraban el más mínimo atisbo de humanidad. No dudaban en desmembrarlas a dentelladas como si de un grupo de hienas que despedazan a un antílope se tratara.

Contemplé horrorizado como un infectado lograba atrapar a la carrera a una mujer pelirroja de unos cuarenta y pocos años. La mujer llevaba una camisa azul claro de seda con flores blancas y una falda beige rasgada por los lados. Iba descalza y me imaginé que la pobre mujer habría perdido zapatos en la huída, o se habría visto obligada a quitárselos para poder correr mejor y huir de las hordas de infectados que habían sitiado la ciudad. Aquel infectado la agarró por la camisa y la mujer calló de espaldas con un golpe seco sobre la acera que hasta a mi me dejó sin respiración. Antes de que a la mujer le diera tiempo a reaccionar, le asestó varias dentelladas en el cuello, desgarrándoselo casi por completo. La cabeza bamboleante quedó sujeta al cuerpo únicamente por una expuesta columna vertebral y unos pocos músculos y tendones. El infectado amputó de un solo mordisco la lengua que se había retraído y que asomaba por el conducto de la laringe. Los borbotones de sangre, que manaban de la caverna que segundos antes había albergado la tráquea, parecieron enloquecer aún más a aquel infectado que de pronto pareció obstinarse en llegar hasta el lugar del que brotaba aquella sangre. Empezó a abrirse paso nerviosamente por el rugoso conducto, tráquea abajo, mientras la mujer aún convulsionaba. De pronto apareció un grupo de infectados que envolvió a la agonizante mujer y comenzaron a despedazarla. Unos infectados tiraban y clavaban sus dientes en las piernas y la cadera de la mujer. Desgarraban los muslos a la vez que otros intentaban acceder al interior del torso ya sin brazos a través del abdomen. Los infectados tiraban en direcciones opuestas y el cadáver de la mujer se contorsionaba como un maniquí ensangrentado. Finalmente, el desmembrado torso de la mujer sucumbió a las fuertes tensiones y se partió en dos, derramando sus entrañas por toda la acera. Cuando el grupo se dispersó atraído por los gritos que impregnaban el aire de la ciudad, lo único que quedaba de la mujer era un montón sanguinolento no mayor que un amasijo informe de carne y huesos. En medio del frenesí de sangre y vísceras la cabeza decapitada había rodado hasta quedar atascada en un desagüe cercano.

Las náuseas despertaron en mi estómago como un volcán a punto de hacer erupción. Apenas me dio tiempo a bajar la escalera de metal hasta el interior de la cloaca antes de que por mi esófago ebulliera un géiser de vómito ácido y ardiente. Mi mente era incapaz de asimilar lo que acababa de presenciar. No lograba procesar la carnicería que acababa de contemplar y me esforzaba en permanecer centrado en mi prioridad: Evitar que Alex sufriera el mismo destino de aquella pobre mujer.
Continué andando más de una hora por el laberinto de cloacas, ascendiendo a la superficie periódicamente para guiarme. En cada ocasión que levantaba las pesadas tapas de hierro, las imágenes de violencia y caos se repetían: gente corriendo por calles llenas de cadáveres mutilados, huyendo de los infectados. Fui testigo del fracaso del ejército en la actuación de contención de la invasión. A los soldados les era imposible contener a las hordas de infectados, que ignoraban los disparos y les arrinconaban tras sus vehículos. Los desconcertados soldados disparaban sus armas a la desesperada sin entender por qué aquellas personas no se desplomaban, o si lo hacían, por qué volvían a levantarse. Entonces, incapaces de dar abasto, era rodeados y finalmente masacrados de una forma brutal.

Continué andando por las cloacas durante una hora y media más pero a un par de manzanas del edificio de mi hermana una puerta de metal con rejas me impidió acercarme más. Tuve que abandonar el refugio que me brindaban las alcantarillas y continuar por la superficie, expuesto al caos de la ciudad.
La calle estaba abarrotada de coches abandonados. Al salir me resguardé tras uno de ellos. Ojeé por encima del capó del coche los alrededores antes de desplazarme hasta un furgón de reparto que estaba cruzado en la carretera, invadiendo la acera. Pero en el último momento tuve que cambiar de idea. Un grupo de infectados diseminados entre los coches andaban con parsimonia en mi dirección. Había inspeccionado los alrededores en busca de infectados cuando salí de las alcantarillas pero no me había percatado de ellos porque desde la boca de alcantarilla la gran cantidad de coches abandonados me limitaban considerablemente el campo visual.
Apoyado de cuclillas contra el coche, luchaba conmigo mismo por no caer presa del pánico. La arteria carótida me palpitaba en el cuello y me provocaba un dolor taladrante en las sienes. Casi podía notar en mi boca el sabor de la adrenalina que en esos momentos me saturaba el torrente sanguíneo. Me saqué la pistola de la parte trasera del pantalón en un primer acto reflejo, y la amartillé lenta y suavemente, procurando no alertar de mi presencia a los infectados que cada vez se encontraban más cerca. No podía correr hacia ningún otro sitio, casi los tenía encima. La única opción era meterme bajo el coche tras el que me escondía y rezar porque no repararan en mí y siguieran de largo. Me arrastré bajo él y permanecí lo más inmóvil y callado posible, sin perder de vista los pies de aquellos infectados.
Algunos estaban descalzos y pude saber que algunos de ellos eran mujeres porque llevaban zapatos de tacón u otros zapatos femeninos. Los que no habían perdido los zapatos, los tenían rotos o se les habían roto los tacones y caminaban con cojera. Incluso sus zapatos o sus pies, estaban cubiertos de sangre seca. Algunos de ellos tenían los pies en carne viva. Sus uñas habían desaparecido o las tenían colgando; las plantas de sus pies descalzos habían perdido gran parte de la piel y dejaban a su paso huellas sangrientas en el asfalto.
Recuerdo uno de ellos, una mujer o eso di por sentado. Llevaba unos altos tacones amarillos de charol, pero había perdido uno ellos, el derecho. Cubierto por manchas de sangre seca, tenía grietas y rozamientos que le quitaban gran parte de su brillo. El pie descalzo llevaba una media negra que estaba raída y desgastada por correr por el asfalto. La sangre parcialmente coagulada le goteaba de la planta del pie despellejado. Su piel era clara, casi amarillenta. El tono pálido de la piel contrastaba con el de la pintura color cereza de las uñas que aún conservaba.
La mujer se paró cuando llegó a mi altura y se giró hacia el coche. Mi corazón se detuvo. Pensé que me habría visto u oído, por lo que me preparé para lo peor y empuñé con fuerza la pistola, apuntando a sus piernas por si en cualquier momento fuera a por mí. La mujer permaneció allí unos segundos, inmóvil, y entonces empezó a aporrear el coche que se bamboleaba de un lado para el otro con un quejido metálico de los amortiguadores. Ya estaba preparado para afrontar la situación de un ataque cuando la mujer paró sin más con sus golpes al vehículo y continuó con su lenta y coja marcha. Pensé que tal vez habría visto su reflejo en una de las lunas del coche y pensaría que había alguien dentro. Justo en el coche bajo el que me escondía temblando como una nenaza. Como no.
Cuando todos habían pasado junto al coche y se habían alejado bastante, esperé unos minutos más para asegurarme y ojear bien los alrededores. Comencé a arrastrarme hasta el coche de en frente que se encontraba casi pegado al mío. Así hice con varios coches, arrastrarme bajo ellos y ojear a mí alrededor para no ser sorprendido por otro grupo de infectados que pudieran pasar desapercibidos entre los coches. Continué con ese “modus operandi” hasta que la densidad de coches abandonados disminuyó y el espacio entre ellos se amplió. Entonces el ir a rastras se volvió más peligroso ya que me podría verme sorprendido mientras me deslizaba por el suelo. En tal caso no tendría demasiadas posibilidades de salir de una pieza.
Corrí hacia una cafetería delante de mí que hacía esquina. Desde allí, a cuatrocientos metros, podía ver la entrada del edificio donde trabajaba mi hermana. Inspeccioné el terreno, observé los alrededores en busca de infectados y comencé a correr lo más rápido y furtivamente que me fue posible.