miércoles, 3 de marzo de 2010

DEVASTATION. Capitulo 2. - Primera parte

Por Josue Fajardo Hermogenes

CAPITULO 2
Estado de sitio.

Parte 1

Conduje por una carretera secundaria camino de la autopista sin dejar de pisar el acelerador al máximo. La carretera se extendía dieciséis kilómetros entre frondosos bosques y terrenos de cultivos pertenecientes a las granjas familiares repartidas por todo el condado. Me sorprendió la tranquilidad que se respiraba, el sol brillaba en el cielo despejado y la larga carretera que se extendía frente a mí se encontraba desierta como de costumbre. Por un momento olvidé todo lo que estaba pasando; olvidé la horrible situación en la que se encontraba la ciudad. Las terribles imágenes de caos y sangre que llevaban martilleando mi cabeza toda la mañana se disolvieron en una sensación de serenidad casi adormecedora. Todo volvía a la normalidad, a su cauce de calma absoluta. Sin embargo, una perturbadora visión me devolvería a la cruda realidad de la que me había conseguido evadir por unos minutos: al pasar junto a la casa de los Stevenson vi como estos cargaban su coche a toda prisa con todo tipo de cosas mientras sus hijos lloraban asustados por lo que estaba pasando. Aquello me devolvió al estado de preocupación y angustia que había logrado olvidar por unos minutos. Miraba por el espejo retrovisor a los desesperados Stevenson en la distancia sin poder evitar pensar en los Mcknight y, sobre todo, en mi hermana. En esos momentos mi prioridad era encontrarla y ponerla a salvo. En los siguientes kilómetros las situaciones como la de los Stevenson se repetirían en cada casa que dejara atrás: familias que abarrotaban sus coches y caravanas de provisiones antes de irse, muchos de ellos sin cerrar siquiera las puertas de sus casas.

Cerca de la entrada a la autopista las carreteras ya no estaban tan despejadas como kilómetros atrás. La gente atestaba las carreteras en sus vehículos, ignorando la advertencia que se estaba dado por la televisión y la radio de evitar en lo posible utilizar el coche para mantener las principales vías de acceso despejadas. Me descubrí pensando en lo irresponsable y temeraria que era toda aquella gente, cargando sus coches hasta los topes y arrastrando muchos de ellos tambaleantes remolques cargados en exceso, amenazantes de volcar y provocar un accidente en cadena que taponaría la carretera sin remedio. Entonces caí en la cuenta de que yo era uno de ellos. De que al igual que aquellas personas yo también había abandonado mi casa, haciendo caso omiso de las advertencias, y había huido en mi coche para poner a salvo a mi familia. La diferencia era que mi única familia era mi hermana Alex, y aún debería ir hasta el mismísimo epicentro de todo aquel caos para ponerla a salvo.

En la carretera muchos llevaban remolques abarrotados, lanchas e incluso remolques de caballos. A medida que me acercaba a la autopista la densidad de coches aumentaba, haciéndose más lenta la marcha kilómetro a kilómetro. Hasta que a menos de uno de la entrada a la autopista el flujo de automóviles se detuvo por completo. Esperé unos diez minutos dentro mi coche moviendo nerviosamente el pie sobre el pedal del acelerador, aguardando el momento en el que se reanudara la circulación. Sin embargo, los coches no se movieron un solo centímetro. Decidí salir del coche y acercarme andando hasta la entrada de la autopista para ver cuál era el motivo del atasco. Cuando llegué vi que la autopista estaba completamente atestada de vehículos de todas las clases y tamaños, los cuáles obstruían hasta el último metro de calzada. La gente estaba abandonando sus vehículos y continuando a pie por los estrechos huecos que quedaban entre los coches detenidos. Cargaban con las cosas que podían llevar a cuestas, lo que no quiere decir siempre fuera lo imprescindible. No tardé en deducir que la circulación llevaba bastante tiempo estancada y que, por desgracia, no se volvería a reanudar.
Volví corriendo a mi coche y cogí de debajo de mi asiento la bolsa que contenía la pistola y los dos cargadores. Saqué la pistola y me la puse en la parte trasera del pantalón, tapándola con la camisa. Luego saqué los dos cargadores que me había dado Bob y me los metí en los bolsillos. Empecé a correr por la autopista en sentido contrario al de la gente. A diferencia de los cuatro carriles que salían de la ciudad, que estaban saturados de vehículos detenidos, los otros cuatro carriles con dirección a la ciudad permanecían relativamente desiertos. Excepto por los puntuales convoyes militares que se dirigían a la ciudad, permanecía libre de tráfico.
Salté el guarda carril que separaba los dos sentidos de circulación y seguí corriendo en dirección Kansas City. Sin embargo, al ser casi atropellado por un camión que transportaba militares decidí salir de la autopista y continuar siguiéndola por el lado exterior. De ese modo podría correr sin temer ser arrollado por los vehículos militares que iban hacia la ciudad a toda velocidad.
Continué siguiendo la autopista hasta que llegué al perímetro de la zona central de la ciudad. Instintivamente me agaché al ver que habían instalado un puesto militar fuertemente armado en los límites del centro de la ciudad. Estaban restringiendo la entrada únicamente a las fuerzas militares, por lo que me vi obligado a desviarme hacia el este y dar un rodeo en busca de algún otro lugar por el que acceder a la ciudad.
Avancé por los parques de las periferias, buscando algún resquicio en el fuerte control militar. Corrí furtivamente por las orillas del Blue River que atraviesa la ciudad de noreste a suroeste, intentando no ser detectado por los helicópteros que sobrevolaban la zona ni por los “humbees” que inspeccionaban los alrededores. A lo largo de todo el perímetro de la zona administrativa de la ciudad estaban estableciendo puestos de control fuertemente armados, conectados entre sí por enormes barreras de alambre de espino reforzadas. Si no fuera poco, desde los helicópteros “Little Bird” se estaban desplegando francotiradores y apostándose en las azoteas de los altos edificios que rodeaban la zona centro de la ciudad. Por fin encontré una posible vía de acceso al centro de la ciudad. Había un conducto que supuse que pertenecería al sistema de alcantarillado de la ciudad y que desembocaba cerca del Blue River. No estaba seguro de que fuera buena idea adentrarme en aquel mugriento cilindro de hormigón. No tenía ni idea de como me iba a orientar allí dentro ni de si tendría siquiera espacio para moverme. No obstante, cuando quise darme cuenta ya estaba gateando por aquel conducto hacia la oscuridad, la cuál me engulló por completo a medida que avanzaba hacia interior. Descubriría más tarde que todos aquellos militares tenían mayores preocupaciones que la de evitar que un ciudadano desobediente se colase en la zona de guerra en la que se había convertido el centro de la ciudad de Kansas City. Comprendí que no estaban evitando que entrara nadie en la ciudad, sino que saliera…


Avancé entre aguas residuales y cucarachas mientras los ojos se me acostumbraban a la oscuridad casi total hasta que la estrecha abertura dio paso a un sistema laberíntico de galerías abovedadas. Ya me encontraba bajo la ciudad. El sonido de los disparos y los gritos desgarradores de las personas atrapadas retumbaban en las pestilentes paredes del subsuelo. Intenté guiarme en aquel infierno de pasillos y conductos en los que el omnipresente olor a desechos humanos viciaba el aire y hacía insoportable el simple hecho de respirar. Para ello ascendía periódicamente a la superficie. Levantaba levemente las tapas del alcantarillado hasta que apenas quedaba una franja brillante de luz. Sin embargo, el alivio de poder respirar aire fresco se veía ahogado por las imágenes de la gente corriendo por las calles como si el mismísimo Diablo las persiguiera. Aunque no era el Diablo quien las perseguía, sino ingentes hordas de rabiosos infectados. Y cuando las alcanzaban no demostraban el más mínimo atisbo de humanidad. No dudaban en desmembrarlas a dentelladas como si de un grupo de hienas que despedazan a un antílope se tratara.

Contemplé horrorizado como un infectado lograba atrapar a la carrera a una mujer pelirroja de unos cuarenta y pocos años. La mujer llevaba una camisa azul claro de seda con flores blancas y una falda beige rasgada por los lados. Iba descalza y me imaginé que la pobre mujer habría perdido zapatos en la huída, o se habría visto obligada a quitárselos para poder correr mejor y huir de las hordas de infectados que habían sitiado la ciudad. Aquel infectado la agarró por la camisa y la mujer calló de espaldas con un golpe seco sobre la acera que hasta a mi me dejó sin respiración. Antes de que a la mujer le diera tiempo a reaccionar, le asestó varias dentelladas en el cuello, desgarrándoselo casi por completo. La cabeza bamboleante quedó sujeta al cuerpo únicamente por una expuesta columna vertebral y unos pocos músculos y tendones. El infectado amputó de un solo mordisco la lengua que se había retraído y que asomaba por el conducto de la laringe. Los borbotones de sangre, que manaban de la caverna que segundos antes había albergado la tráquea, parecieron enloquecer aún más a aquel infectado que de pronto pareció obstinarse en llegar hasta el lugar del que brotaba aquella sangre. Empezó a abrirse paso nerviosamente por el rugoso conducto, tráquea abajo, mientras la mujer aún convulsionaba. De pronto apareció un grupo de infectados que envolvió a la agonizante mujer y comenzaron a despedazarla. Unos infectados tiraban y clavaban sus dientes en las piernas y la cadera de la mujer. Desgarraban los muslos a la vez que otros intentaban acceder al interior del torso ya sin brazos a través del abdomen. Los infectados tiraban en direcciones opuestas y el cadáver de la mujer se contorsionaba como un maniquí ensangrentado. Finalmente, el desmembrado torso de la mujer sucumbió a las fuertes tensiones y se partió en dos, derramando sus entrañas por toda la acera. Cuando el grupo se dispersó atraído por los gritos que impregnaban el aire de la ciudad, lo único que quedaba de la mujer era un montón sanguinolento no mayor que un amasijo informe de carne y huesos. En medio del frenesí de sangre y vísceras la cabeza decapitada había rodado hasta quedar atascada en un desagüe cercano.

Las náuseas despertaron en mi estómago como un volcán a punto de hacer erupción. Apenas me dio tiempo a bajar la escalera de metal hasta el interior de la cloaca antes de que por mi esófago ebulliera un géiser de vómito ácido y ardiente. Mi mente era incapaz de asimilar lo que acababa de presenciar. No lograba procesar la carnicería que acababa de contemplar y me esforzaba en permanecer centrado en mi prioridad: Evitar que Alex sufriera el mismo destino de aquella pobre mujer.
Continué andando más de una hora por el laberinto de cloacas, ascendiendo a la superficie periódicamente para guiarme. En cada ocasión que levantaba las pesadas tapas de hierro, las imágenes de violencia y caos se repetían: gente corriendo por calles llenas de cadáveres mutilados, huyendo de los infectados. Fui testigo del fracaso del ejército en la actuación de contención de la invasión. A los soldados les era imposible contener a las hordas de infectados, que ignoraban los disparos y les arrinconaban tras sus vehículos. Los desconcertados soldados disparaban sus armas a la desesperada sin entender por qué aquellas personas no se desplomaban, o si lo hacían, por qué volvían a levantarse. Entonces, incapaces de dar abasto, era rodeados y finalmente masacrados de una forma brutal.

Continué andando por las cloacas durante una hora y media más pero a un par de manzanas del edificio de mi hermana una puerta de metal con rejas me impidió acercarme más. Tuve que abandonar el refugio que me brindaban las alcantarillas y continuar por la superficie, expuesto al caos de la ciudad.
La calle estaba abarrotada de coches abandonados. Al salir me resguardé tras uno de ellos. Ojeé por encima del capó del coche los alrededores antes de desplazarme hasta un furgón de reparto que estaba cruzado en la carretera, invadiendo la acera. Pero en el último momento tuve que cambiar de idea. Un grupo de infectados diseminados entre los coches andaban con parsimonia en mi dirección. Había inspeccionado los alrededores en busca de infectados cuando salí de las alcantarillas pero no me había percatado de ellos porque desde la boca de alcantarilla la gran cantidad de coches abandonados me limitaban considerablemente el campo visual.
Apoyado de cuclillas contra el coche, luchaba conmigo mismo por no caer presa del pánico. La arteria carótida me palpitaba en el cuello y me provocaba un dolor taladrante en las sienes. Casi podía notar en mi boca el sabor de la adrenalina que en esos momentos me saturaba el torrente sanguíneo. Me saqué la pistola de la parte trasera del pantalón en un primer acto reflejo, y la amartillé lenta y suavemente, procurando no alertar de mi presencia a los infectados que cada vez se encontraban más cerca. No podía correr hacia ningún otro sitio, casi los tenía encima. La única opción era meterme bajo el coche tras el que me escondía y rezar porque no repararan en mí y siguieran de largo. Me arrastré bajo él y permanecí lo más inmóvil y callado posible, sin perder de vista los pies de aquellos infectados.
Algunos estaban descalzos y pude saber que algunos de ellos eran mujeres porque llevaban zapatos de tacón u otros zapatos femeninos. Los que no habían perdido los zapatos, los tenían rotos o se les habían roto los tacones y caminaban con cojera. Incluso sus zapatos o sus pies, estaban cubiertos de sangre seca. Algunos de ellos tenían los pies en carne viva. Sus uñas habían desaparecido o las tenían colgando; las plantas de sus pies descalzos habían perdido gran parte de la piel y dejaban a su paso huellas sangrientas en el asfalto.
Recuerdo uno de ellos, una mujer o eso di por sentado. Llevaba unos altos tacones amarillos de charol, pero había perdido uno ellos, el derecho. Cubierto por manchas de sangre seca, tenía grietas y rozamientos que le quitaban gran parte de su brillo. El pie descalzo llevaba una media negra que estaba raída y desgastada por correr por el asfalto. La sangre parcialmente coagulada le goteaba de la planta del pie despellejado. Su piel era clara, casi amarillenta. El tono pálido de la piel contrastaba con el de la pintura color cereza de las uñas que aún conservaba.
La mujer se paró cuando llegó a mi altura y se giró hacia el coche. Mi corazón se detuvo. Pensé que me habría visto u oído, por lo que me preparé para lo peor y empuñé con fuerza la pistola, apuntando a sus piernas por si en cualquier momento fuera a por mí. La mujer permaneció allí unos segundos, inmóvil, y entonces empezó a aporrear el coche que se bamboleaba de un lado para el otro con un quejido metálico de los amortiguadores. Ya estaba preparado para afrontar la situación de un ataque cuando la mujer paró sin más con sus golpes al vehículo y continuó con su lenta y coja marcha. Pensé que tal vez habría visto su reflejo en una de las lunas del coche y pensaría que había alguien dentro. Justo en el coche bajo el que me escondía temblando como una nenaza. Como no.
Cuando todos habían pasado junto al coche y se habían alejado bastante, esperé unos minutos más para asegurarme y ojear bien los alrededores. Comencé a arrastrarme hasta el coche de en frente que se encontraba casi pegado al mío. Así hice con varios coches, arrastrarme bajo ellos y ojear a mí alrededor para no ser sorprendido por otro grupo de infectados que pudieran pasar desapercibidos entre los coches. Continué con ese “modus operandi” hasta que la densidad de coches abandonados disminuyó y el espacio entre ellos se amplió. Entonces el ir a rastras se volvió más peligroso ya que me podría verme sorprendido mientras me deslizaba por el suelo. En tal caso no tendría demasiadas posibilidades de salir de una pieza.
Corrí hacia una cafetería delante de mí que hacía esquina. Desde allí, a cuatrocientos metros, podía ver la entrada del edificio donde trabajaba mi hermana. Inspeccioné el terreno, observé los alrededores en busca de infectados y comencé a correr lo más rápido y furtivamente que me fue posible.

2 comentarios:

  1. Me gustó mucho la primera parte y me gusta la segunda. Ansio continuación.

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  2. Muy bueno el dibujo.

    Va muy bien con la historia.

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